Hace unos días perdí mis llaves. Las busqué por toda la casa, pregunté por
ellas, intenté recordar la última vez que las vi; acabé buscándolas en los
lugares menos pensados: el refrigerador,
la cocina, el cajón de los cubiertos y el baño. Nada de nada. Las llaves se
hicieron para perderse en el momento menos pensado.
El no tenerlas en el bolsillo viene a significar, la pérdida de una de
las pocas conexiones físicas que se tiene con el hogar. Ellas y sólo
ellas tienen el mecanismo necesario para que se pueda producir el retorno a
casa todos los días. Al haberlas extraviado, en cierta medida me extravié por completo. Deambulé por la ciudad sin tener nada que me haga recuerdo
que pertenezco a un lugar.
Se siente extraño tocar el timbre de tu propia casa. Ahora soy un desconocido que espera impaciente a que alguien le abra la puerta, además de aceptar silenciosamente
toda clase de recriminaciones por el extravío.
Ayer encontré mis llaves, se habían ocultado por debajo de la alfombra,
parecían un bichito que dormía con las piernas dislocadas.