viernes, abril 10

Tinnitus II: Dolor Fantasma. Lucía Berlín y el jazz



Publicado originalmente en periódico Los Tiempos


El encierro es fatal. Es invierno y no se puede salir a las calles por lo bajas que son las temperaturas en Nueva York.  Lucía Berlín está intentando escribir algún texto con los guantes puestos mientras sus hijos duermen enfundados en sus orejeras. Nada sale bien, nada funciona correctamente; pero ella —fanática de la música, sobre todo del jazz—  solo atina a poner otra vez un long play en el tocadiscos: Miles Davis & John Coltrane ‎– Live In Stockholm.

Es 1960 y Miles Davis emprenderá una gira por Europa, llama a su colega John Coltrane para que se haga cargo nuevamente del saxo tenor. Se admiran y sienten respeto por el otro, pero la relación entre ambos empieza a tener fisuras. Coltrane —que anteriormente había colaborado en esa piedra angular del jazz llamada Kind of Blue— está reticente a embarcarse en esta aventura. Siente que tiene que hacer su camino y que tiene el suficiente talento para hacerlo. Quiere dejar el nido, pero no lo dejan. Entonces decide quedarse en sus propios términos: prendiéndose fuego a más no poder.

Lucía Berlín tuvo muchas vidas en una sola: profesora de convictos, mujer de limpieza, enfermera en Urgencias o alcohólica empedernida;  todo ello tamizado por el hábito de la escritura. Como si toda su experiencia estuviera al servicio de la narrativa, volviéndose difuso el límite entre lo real y lo que es ficción. ¿Importa que haya un límite? No, no importa, las líneas son cada vez más segmentadas y fáciles de traspasar de un bando a otro. Ya no se sabe si se está viviendo o se está narrando. Se improvisa, se conoce gente que se perderá en el camino. Lo importante es no perder la chispa. Sus relatos tienen un dejo de  contemplación que rayan en el duelo, pero también en el orgullo de haberlo vivido en esa forma.   

Los conciertos no salieron del todo bien.  O tal vez sí.  Hay belleza en la destrucción. Las canciones comienzan con todos guardando las apariencias; luego batería y bajo manteniendo  el ritmo mientras Miles  —más calmo en su rol de líder— toca lo preciso, respetando los silencios,  logrando situarse a  galaxias de la audiencia. Los aplausos no se hacen esperar. Luego es el turno de Coltrane, que está encadenando lo que pueda soplar, se le escapan las notas por los labios, está cada vez más exacerbado llegando a la disonancia de su saxo, yendo y viniendo. Como un vicio incontrolable.  Trazando escaleras al cielo que tardan más en desaparecer que en imaginarlas. Repite y repite una misma nota: entra en combustión, se hace inentendible pero también arriesgado. Sus compañeros de banda agachan la cabeza porque no pueden entenderlo. Solo Miles en la oscuridad, entiende que Coltrane ha encontrado un camino que ni él podría trazar en cientos de conciertos. El público se remite a murmurar.

Lucía está bebiendo una vez más, se ha vuelto algo compulsivo, —como los solos de Coltrane, chirriantes hasta el éxtasis— le tiemblan las manos y sabe que si no se procura otra botella de alcohol, el delirium tremens arrasará con ella. En las horas más bajas solo quedará escribir acerca de las mismas para saber de lo que está hecho el peligro. Años más tarde, dentro de un centro de rehabilitación, aprovechará un descuido de los guardias y pensará “necesito irme de aquí”. John Coltrane nunca más volvió a tocar con Miles Davis,  él también deseaba escapar.