Publicado originalmente en periódico Los Tiempos
El encierro es fatal. Es invierno y no se puede
salir a las calles por lo bajas que son las temperaturas en Nueva York. Lucía Berlín está intentando escribir algún
texto con los guantes puestos mientras sus hijos duermen enfundados en sus orejeras.
Nada sale bien, nada funciona correctamente; pero ella —fanática de la música,
sobre todo del jazz— solo atina a poner
otra vez un long play en el
tocadiscos: Miles Davis & John
Coltrane – Live In Stockholm.
Es 1960 y Miles Davis emprenderá una gira por Europa,
llama a su colega John Coltrane para que se haga cargo nuevamente del saxo tenor.
Se admiran y sienten respeto por el otro, pero la relación entre ambos empieza a
tener fisuras. Coltrane —que anteriormente había colaborado en esa piedra
angular del jazz llamada Kind of Blue—
está reticente a embarcarse en esta aventura. Siente que tiene que hacer su
camino y que tiene el suficiente talento para hacerlo. Quiere dejar el nido,
pero no lo dejan. Entonces decide quedarse en sus propios términos: prendiéndose
fuego a más no poder.
Lucía Berlín tuvo muchas vidas en una sola:
profesora de convictos, mujer de limpieza, enfermera en Urgencias o alcohólica
empedernida; todo ello tamizado por el
hábito de la escritura. Como si toda su experiencia estuviera al servicio de la
narrativa, volviéndose difuso el límite entre lo real y lo que es ficción.
¿Importa que haya un límite? No, no importa, las líneas son cada vez más
segmentadas y fáciles de traspasar de un bando a otro. Ya no se sabe si se está
viviendo o se está narrando. Se improvisa,
se conoce gente que se perderá en el camino. Lo importante es no perder la chispa.
Sus relatos tienen un dejo de contemplación que rayan en el duelo, pero
también en el orgullo de haberlo vivido en esa forma.
Los conciertos no salieron del todo bien. O tal vez sí.
Hay belleza en la destrucción. Las canciones comienzan con todos
guardando las apariencias; luego batería y bajo manteniendo el ritmo mientras Miles —más calmo en su rol de líder— toca lo preciso,
respetando los silencios, logrando situarse
a galaxias de la audiencia. Los aplausos
no se hacen esperar. Luego es el turno de Coltrane, que está encadenando lo que
pueda soplar, se le escapan las notas por los labios, está cada vez más
exacerbado llegando a la disonancia de su saxo, yendo y viniendo. Como un vicio
incontrolable. Trazando escaleras al
cielo que tardan más en desaparecer que en imaginarlas. Repite y repite una
misma nota: entra en combustión, se hace inentendible pero también arriesgado.
Sus compañeros de banda agachan la cabeza porque no pueden entenderlo. Solo
Miles en la oscuridad, entiende que Coltrane ha encontrado un camino que ni él
podría trazar en cientos de conciertos. El público se remite a murmurar.
Lucía está bebiendo una vez más, se ha vuelto
algo compulsivo, —como los solos de Coltrane, chirriantes hasta el éxtasis— le
tiemblan las manos y sabe que si no se procura otra botella de alcohol, el
delirium tremens arrasará con ella. En las horas más bajas solo quedará
escribir acerca de las mismas para saber de lo que está hecho el peligro. Años
más tarde, dentro de un centro de rehabilitación, aprovechará un descuido de
los guardias y pensará “necesito irme de aquí”. John Coltrane nunca más volvió
a tocar con Miles Davis, él también
deseaba escapar.