miércoles, septiembre 16

Tinnitus V: Esta no es mi vida. From a Basement on the Hill – Elliott Smith

Publicado originalmente en Periódico Los tiempos

En lo alto de la colina hay una casa y dentro de ella hay un sótano, podrías disfrutar de la vista del paisaje pero eliges quedarte en lo subterráneo. Elliott Smith debió sentirse así en los últimos meses de su vida. Repasemos, una carrera musical en meteórico ascenso, aparición y nominación en los Oscars de 1998 —donde finalmente acabaría perdiendo frente  a Celine Dion— discos imprescindibles y aclamación de la crítica. Nada importa en la oscuridad. Acabaría suicidándose —en un nebuloso episodio conyugal— con dos puñaladas en el pecho.

From a Basement on the Hill tiene el morbo de ser un disco póstumo y  por lo tanto queda la susceptibilidad acerca de si el resultado es fiel reflejo de lo que Smith hubiera querido. O no. Se puede considerar demasiada intromisión al legado de un tipo, en cuyos discos había ejercido un control total. En una primera instancia la idea era que éste fuera un álbum doble; pero  dados los sucesos inesperados, las canciones no estaban finalizadas del todo, muchas quedaron en esbozos instrumentales y otras necesitaban un último giro. Entonces lo que tenemos a nuestro alcance es un pastiche. Un Frankenstein sonoro. Sin orden ni rumbo.

Cargado con más guitarras eléctricas que sus antecesores, el disco contiene un giro hacia el ruido y reminiscencias al rock de los 70’s, con los estallidos vibrantes en "Shooting Star" —cuyo inicio guarda cierto parecido con "Purple Haze" de Hendrix—  o en el solo final de guitarra tamizado por el overdrive en "A Passing Feeling". En los versos finales de la canción Smith parece resumir la sensación general de sus días “Tardó mucho tiempo en pararse / Solo una hora para caer”. Las guitarras pasadas al revés en "Little One" logran darle un escenario a la voz de Elliott, que a estas alturas parece cansada y exánime.  Incluso la cristalina  "Memory Lane" encierra en su interior cierta toxicidad que se  impregna en cada arpegio de la acústica: batallas perdidas, soledad y adicciones sin solución.

Pese a todo ese limbo de incertidumbre y disonancia, From a Basement on the Hill consigue ser un disco increíble, tal vez debido justamente a esos factores que le dan un halo de urgencia y espontaneidad, el contraste ideal para toda la melancolía que Smith acostumbraba a presentar en anteriores trabajos.

Al igual que en otros casos —Drake, Cobain o Cornell por citar algunos de la extensa lista— siempre se buscarán los mensajes premonitorios en cada canción, en cada gesto. La fascinación por lo inevitable ha convertido al público en un fanático de la misma. Nunca se tiene lo suficiente y cada cierto tiempo se va encontrando lo que se buscaba, el intérprete de algo a lo que todavía nos consideramos incapaces, el salto al vacío con los ojos abiertos. Bienvenido al subterráneo. 

martes, junio 23

Tinnitus IV: Muriendo como forma de existencia. Sobre Tiempo, poesía y falta de Fernando van de Wyngard, Soledad Quiroga y Mónica Velásquez.

Publicado originalmente en Periódico Los tiempos
Un manual para viajar en el tiempo, un libro de conjuros o un laberinto circular que al volver a pasar por el mismo punto ya no se es igual. Cada vuelta es distinta.

Es la poesía, o la obra artística, la que logra esa apertura, una herida, algo que interrumpe el curso normal de las cosas. Como un feriado, un estado de excepción temporal de la trayectoria corriente de los días. ¿Qué ocurre cuando esa excepción se hace continua? ¿No es eso la cuarentena? Un feriado largo e interminable, que trae “el infierno de lo igual, un tiempo sin acontecimiento o destino”.

¿Qué hacer ante eso? amar la suerte, apropiarse del tiempo. Estar consciente de la desaparición para así obtener gozo. Nada fácil.

El ser humano es tan efímero que hasta un río fluyendo segundo a segundo es más eterno. Quedará entonces crear otras realidades, asistir a ello desde la obra artística.  Acceder a ese “lado oscuro”. La línea deja de ser recta y continua. Varios sucesos acaeciendo en un mismo instante, destruyendo el tiempo “que deja de ser horizontal para ser vertical”,  la ligazón de pasado y porvenir, reducidos a un instante.

Algo de esto se plantea haber encontrado en los textos de José Gorostiza y Blanca Wiethüchter, situar paralelismos entre ambos es parecido a un fantasma frente al espejo ¿quién es imagen y quién reflejo? El primero hablando de la codependencia entre creador y criatura. La necesidad mutua, del uno para contener y el otro para ser contenido;  a partir de allí, la criatura podrá mostrarse permitiéndose nombrar las cosas a su alrededor pero también eso le  conllevará a tener una finitud. Surgirá un instante —solo eso— para que el creador se llame a silencio, regrese al origen y la criatura se resigne a su duración. En ese doble movimiento es donde nace lo latente, una abertura en el tiempo.

En el caso de Wiethüchter, una fisura del presente —producto de una herida no sanada en este país, la colonia—se convierte en una suerte de pregunta que no puede ser aprehendida aún; pero ojo, esto no debe ser tomado con melancolía, sino como una posibilidad de sobrevivir a un futuro posible. Una balsa en medio del océano, que se la puede abordar por el trabajo en la palabra, creando un agujero en el tiempo, de parte a parte, para salir de este escenario y entrar en otro. Un viaje interminable, pero sin duda más interesante, salir de donde estamos, para que el infierno deje de ser eterno.

Tiempo y poesía (Ed. El cuervo, 2020) escrito a tres manos por Fernando van de Wyngard, Soledad Quiroga y Mónica Velásquez.

martes, mayo 26

Tinnitus III: Tristeza não tem fim

Publicado originalmente en periódico Los Tiempos


La imposibilidad de las cosas. Cuando se está en el desierto se piensa en el mar;  y cuando está encerrado en casa solo se piensa en salir y caminar por las calles. Nunca se tiene lo que se quiere. Todas esas contradicciones parecen haber sido conjuradas bajo un ritmo musical, ese que nació en Brasil y se lo conoce como bossa nova. Y es que todo lo que venga de tierras cariocas inevitablemente estará arraigado al sol, alegría y felicidad por doquier; pero ahí es cuando se trama la emboscada musical, los sonidos no expresan ese estado de ánimo exultante; todo lo contrario,  se tiene una sensación cercana al final de fiesta, o peor aún, al recuerdo borroso e indulgente de la misma donde todo parecía posible y certero. 

Esto se refleja en esa especie de contradicción compartida en dos discos indispensables del género, Getz/Gilberto (1964) y The Astrud Gilberto Album (1965) cuyos protagonistas casi son los mismos: el saxo de Stan Getz, los arreglos de Tom Jobim,  la guitarra y voces de Astrud y João Gilberto. Resulta interesante el lapso de tiempo transcurrido entre ambos trabajos: tan solo un año.

En el primero la batuta la lleva la guitarra y la voz de Gilberto, escuchar este disco es como estar en invierno, ver caer la nieve y sentir nostalgia por el verano. La voz de João es dulce y cálida, pero los temas tienen una melancolía en su interior que hacen imposible no sentirse atraído hacia su abismo. “Ah, por que estou tão sozinho? / Ah, por que tudo é tão triste?” Para contrarrestar este aspecto está la voz de Astrud —en ese entonces su esposa— más fría y neutra, como si tuviera miedo a pronunciar las palabras; pero cuya participación fortuita fue clave para The Girl from Ipanema y Corcovado. Esas canciones no serían las mismas sin su participación.

Tras separarse de su esposo además de un romance con Stan Getz, Astrud publica su debut con esa voz gélida como un témpano, sería su marca distintiva y rasgo esencial para el contraste con la instrumentación cortesía de Antonio Carlos Jobim y Marty Paich.  Este es el disco para oír en un atardecer en las playas de Ipanema y pensar que los buenos tiempos son estos y no otros. No hay nieve, solo mar y palmeras, pero el abismo que hacía referencia João también está aquí, aunque de forma velada. Es inevitable percibirlo.

Ambos discos comparten un tema en común,  titulado Dreamer en el caso de Astrud, donde la canción es abordada desde la esperanza de ser correspondida por ese alguien en quien se sueña; mientras que João —que coloca el tema al final del disco— lo titula Vivo Sonhando y es la versión más fatalista, la letra habla sobre un amor no retribuido, un callejón sin salida donde nos congelamos todos.

Cada uno de los implicados en estos discos acabarán por grabar más canciones, darle vueltas al mundo con sus conciertos; pero lo que lograron conjurar en estos dos iniciales trabajos no podrá ser superado a cabalidad. Ellos también quedaron atrapados en alguna ciudad con temperaturas bajas añorando alguna lejana playa del Brasil. Cosas de la tristeza.







viernes, abril 10

Tinnitus II: Dolor Fantasma. Lucía Berlín y el jazz



Publicado originalmente en periódico Los Tiempos


El encierro es fatal. Es invierno y no se puede salir a las calles por lo bajas que son las temperaturas en Nueva York.  Lucía Berlín está intentando escribir algún texto con los guantes puestos mientras sus hijos duermen enfundados en sus orejeras. Nada sale bien, nada funciona correctamente; pero ella —fanática de la música, sobre todo del jazz—  solo atina a poner otra vez un long play en el tocadiscos: Miles Davis & John Coltrane ‎– Live In Stockholm.

Es 1960 y Miles Davis emprenderá una gira por Europa, llama a su colega John Coltrane para que se haga cargo nuevamente del saxo tenor. Se admiran y sienten respeto por el otro, pero la relación entre ambos empieza a tener fisuras. Coltrane —que anteriormente había colaborado en esa piedra angular del jazz llamada Kind of Blue— está reticente a embarcarse en esta aventura. Siente que tiene que hacer su camino y que tiene el suficiente talento para hacerlo. Quiere dejar el nido, pero no lo dejan. Entonces decide quedarse en sus propios términos: prendiéndose fuego a más no poder.

Lucía Berlín tuvo muchas vidas en una sola: profesora de convictos, mujer de limpieza, enfermera en Urgencias o alcohólica empedernida;  todo ello tamizado por el hábito de la escritura. Como si toda su experiencia estuviera al servicio de la narrativa, volviéndose difuso el límite entre lo real y lo que es ficción. ¿Importa que haya un límite? No, no importa, las líneas son cada vez más segmentadas y fáciles de traspasar de un bando a otro. Ya no se sabe si se está viviendo o se está narrando. Se improvisa, se conoce gente que se perderá en el camino. Lo importante es no perder la chispa. Sus relatos tienen un dejo de  contemplación que rayan en el duelo, pero también en el orgullo de haberlo vivido en esa forma.   

Los conciertos no salieron del todo bien.  O tal vez sí.  Hay belleza en la destrucción. Las canciones comienzan con todos guardando las apariencias; luego batería y bajo manteniendo  el ritmo mientras Miles  —más calmo en su rol de líder— toca lo preciso, respetando los silencios,  logrando situarse a  galaxias de la audiencia. Los aplausos no se hacen esperar. Luego es el turno de Coltrane, que está encadenando lo que pueda soplar, se le escapan las notas por los labios, está cada vez más exacerbado llegando a la disonancia de su saxo, yendo y viniendo. Como un vicio incontrolable.  Trazando escaleras al cielo que tardan más en desaparecer que en imaginarlas. Repite y repite una misma nota: entra en combustión, se hace inentendible pero también arriesgado. Sus compañeros de banda agachan la cabeza porque no pueden entenderlo. Solo Miles en la oscuridad, entiende que Coltrane ha encontrado un camino que ni él podría trazar en cientos de conciertos. El público se remite a murmurar.

Lucía está bebiendo una vez más, se ha vuelto algo compulsivo, —como los solos de Coltrane, chirriantes hasta el éxtasis— le tiemblan las manos y sabe que si no se procura otra botella de alcohol, el delirium tremens arrasará con ella. En las horas más bajas solo quedará escribir acerca de las mismas para saber de lo que está hecho el peligro. Años más tarde, dentro de un centro de rehabilitación, aprovechará un descuido de los guardias y pensará “necesito irme de aquí”. John Coltrane nunca más volvió a tocar con Miles Davis,  él también deseaba escapar.  

miércoles, marzo 11

Tinnitus I: Sweet Oblivion – Screaming Trees


Publicado originalmente en Periódico Los Tiempos

Olvidar es fácil.

Un disco prescindible, de esos que no es mencionado en los especiales de la década de los 90’s y mucho menos en las fiestas retro. ¿Quiénes son los Screaming Trees? ¿Quién es Mark Lanegan? Seguramente en el panteón del rock, les pondrían el cartelito de NN colgado en los dedos de los pies y sobre Lanegan, habrá que decir que fue amigo íntimo de Cobain, con quien grabó un par de covers de Leadbelly. ¿Suena familiar? Una de las canciones que tocaron en esas sesiones fue “Where did you sleep last night?” mucho antes que la versión acústica que sale en  Unplugged in New York.

La indiferencia con Screaming Trees básicamente  se debe a que no eran grunge del todo, tenían una marcada influencia piscódelica de grupos como The Doors o los Byrds —aunque sonaban más electrificados que los primeros y mucho más pendencieros que los segundos— volatilizados por texturas graves y endemoniadas que hacían de su música un híbrido que nunca encajó del todo en la escena de Seattle.

Después de lanzar interesantes álbumes en clave lo-fi —dar una oída atenta a Even if and especially when— pero sin mucha suerte, decidieron tomar dos decisiones importantes: reemplazar a su baterista y  trabajar con Don Fleming en la producción que logró un trabajo más limpio y preciso consiguiendo que Sweet Oblivion sea la confirmación del trabajo que venía haciendo la banda.

Todos los trucos están en este álbum: el inicio con una batería tribal y la guitarra de tonos orientales, la  voz arenosa destilada en vino de Mark Lanegan, hablando del olvido que se necesita frente a los tiempos adversos. También hay lugar para lo único parecido a un hit de la banda, “Nearly lost you” —banda sonora en Singles de Cameron Crowe— con su coro pegadizo de fórmula radial, así como la acústica “Dollar Bill”, deudora en la melodía a “You Can't Always Get What You Want” de los Stones.

Habrá tiempo para la psicodelia con panderetas, baterías galopantes, solos de guitarra pasados al revés y coros que suenan como si estuvieran bajo el agua en “Butterfly”, “Winter Song” y “For Celebrations Past”, que no caen en el saco de ser una simple reminiscencia al flower power, dado que los pedales de alta distorsión de Gary Lee Corner dotan a las canciones de suciedad y pesadez. Punto aparte para las letras de Lanegan, que siempre están hablando de situaciones al límite, vicios, fracasos y un futuro desesperanzador como en “Troubled Times”.

La agresividad viene en “Secret Kind” y “Julie Paradise” con un riff de garage desprolijo y atronador, digno de su año: acaso el último para sentirse realmente joven y vivo: mil novecientos noventa y dos. La letra en total correspondencia afirma “Lying in the quiet darkness, getting high alone”, o el equivalente a un epitafio decente para aquellos enterrados en la fosa común del rock.