Acababa de recoger mi canastón navideño: bañador de plástico, botella de
vino, panetón, galletas y chocolates; iba caminando por la Av. Heroínas pensando
que el año podía acabar bien después de todo. Eran las 11 de la mañana
con un sol enfermo de calor, usé el bañador de plástico color fucsia como sombrero improvisado, llegué a una plaza y entonces la
vi.
Descalza sobre una pequeña pirámide escalonada; con el cabello largo y
suelto. El cabello, esa es la clave de todo esto; entonces él apareció, subió las
gradas hasta alcanzarla, ella retrocedió dos pasos, sintió miedo —en retrospectiva,
creo que todos lo sentimos— y luego contaron: Uno,
dos, tres, cuatro cinco, seis, siete, ocho; ella se dio la vuelta y él la
sujetó del cabello, como tantas otras veces, pero ahora con una tijera entre
manos. Lo cortó casi de raíz, le entregó el mechón, arrojó la tijera y
se fue —o huyó— ella bajó por las gradas esparciendo sus cabellos por todo el lugar.
Me entregaron un papel con una nota:
"Aquél con quién viví una relación amorosa, intensa y violenta, lo invito a que corte mi cabello, tomando mi pelo de la misma forma que lo hacía cuando me agredía.
Liberándonos así de esas experiencias dañinas, dejando en el pelo cortado ese círculo dañino emocional y violento del que fuimos parte".
Emprendí el regreso a casa pensando en lo sucedido, definitivamente este
año no está para primaveras y flores.
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